Desiertos


                    Imagen de las Dunas de Bilbao, en Viesca, Coahuila.


Por Gustavo Emilio Rosales


Al decidir declarar desierto el premio principal, el jurado del 34 Concurso de Creación Coreográfica Contemporánea – comúnmente llamado Premio INBA-UAM o, simplemente, El Premio – ha emitido un mensaje preciso: la danza en el país carece de valor.
                Por supuesto, este mensaje no corresponde a la verdad. La danza mexicana posee numerosos valores y su cuidado y desarrollo deberían considerarse fundamentales para la vida nacional, ya que en las dimensiones de este arte es donde pueden gestarse los capitales simbólicos que nos muestren procesos, procedimientos y creaciones aptos para transformar la imagen de nuestro cuerpo dentro un ámbito de realización poética.
                En consecuencia, los miembros del jurado, antes de emitir este fallo, de graves consecuencias históricas, debieron – por ética profesional - levantarse contra las pésimas condiciones estructurales en las que el Premio se organizó. Debieron, al menos, advertir que este concurso se daba en condiciones no coherentes con su historiografía, no propicias escenotécnicamente, desfavorables para ensambles que no pudieron permitirse el lujo de viajar hacia el extremo norte de la República para concursar, y rodeado por multitud de programas que no guardan relación con él y que probablemente no hicieron más que fatigar la percepción del jurado integrado por los connacionales Evoé Sotelo, Rosanna Filomarino y Mauricio Nava; el suizo Gilles Jobin; y los españoles Mónica Valenciano y Tino Fernández.
                El principal beneficiario de este fallo es, evidentemente, el aún actual Coordinador Nacional de Danza, Cuauhtémoc Nájera, que con él obtuvo la coartada perfecta para desmarcarse de la responsabilidad de haber generado, por medio del Encuentro Nacional de Danza, un mecanismo mutilador de logros y derechos.

- Porque un logro de la comunidad dancística era haber preservado, mediante el Premio y durante décadas, un escaparate significativo, en el que creaciones y creadores convivían con públicos diversos en un ámbito de esplendor, como lo es el Teatro del Palacio de Bellas Artes.
- Porque las celebraciones multitudinarias del Día Internacional de la Danza en el Centro Nacional de las Artes también pertenecían a este tipo de rituales magníficos de convivencia plural.
- Porque los programas de educación continua de la Coordinación Nacional de Danza eran opciones importantes para albergar cursos y seminarios de actualización, de índole teórica y técnica, que ofrecían completar y contrastar, en el análisis, la educación rutinaria de alumnos de escuelas instituidas e individuos autodidactas.
- Porque coloquios como La danza vale necesitaban celebrarse no sólo en espacios específicos, sino, especialmente, en una dimensión de tiempo específica, que permita atender con precisión los contenidos que allí se ofrecen a debate.
- Porque la Sala Miguel Covarrubias de la UNAM – desde hace varios años subutilizada – fue, para varias generaciones, símbolo de lo significativo, de lo meritorio, que es la danza. Asistir, cada semana, de jueves a domingo (en ocasiones también lunes o martes), a funciones de danza era un orgullo compartido entre artistas y públicos: ¡producía placer el simple hecho de contar con un sitio tan hermoso y adecuado para llevar a cabo y presenciar el arte de Terpsícore!
- Porque es derecho de todos los ciudadanos mexicanos exigir que cada centavo destinado a sectores tan decisivos como la educación y el arte sea aprovechado con el máximo de rendimiento.

Pero lo anterior no ha sido así. O era, fue. Ya no será.

La danza mexicana es mediocre. Es débil. Carece de valor, dice explícitamente el fallo del jurado. No es verdad esto, de ninguna manera; pero al funcionario que mutiló, que deterioró, que empobreció, que tomó como suyos recursos destinados al bien público, le viene de perlas esta decisión. Se trata de lo que Murillo Karam – refiriéndose a un caso mucho más grave para la vida nacional – llamó “verdad histórica”: el tipo de verdad que le es útil al poder.

¿Fortalecer debilitando?
Me pregunto cómo poder fortalecer algo o a alguien retirándole nutrientes y, en su lugar, dándole de comer platillos rancios, algunos en proceso de putrefacción; sin evitar, a la vez, que disminuyan los presupuestos para la compra diaria.
                Pienso lo anterior cuando escucho el fallo del jurado, emitido en algún salón de algún hotel de Torreón, Coahuila, y por ningún lado aparece queja alguna contra el reciente recorte a los subsidios del INBA; cuando atestiguo que la presidenta del jurado, Rossana Filomarino, en lectura del fallo inapelable, declara que “el Jurado encuentra de vital importancia que el Premio se fortalezca como espacio para la reflexión y la investigación coreográficas”; y sin embargo, ella misma no ha tenido empacho de dar clases de Graham dentro del Encuentro, la misma materia que ha impartido durante décadas – paradigma del docente instalado en el estancamiento -; técnica que ya era considerada obsoleta a finales de los años cincuenta. Desde su primera edición, ocurrida hace un año, en Guadalajara, fue evidente que el Encuentro Nacional de Danza era no más que un intento de sumatoria de programas inconexos; ¿por qué no cuestionarlo oportunamente, con decisión, en vez de actuar como si nada sucediera?
                Habría que haberse levantado, insisto, contra las condiciones que favorecieron que esa mediocridad, ese desatino, llegaran a empapar todo el Premio. Este programa no podía realizarse junto con otros cincuenta programas al unísono; simplemente, el cuerpo no puede sostener una atención tan exigente y diversa (es irresponsable que alguien acepte ser jurado, montar un espectáculo y dar clases, ¡en tan sólo cinco días y con una temperatura de más de treinta grados a la sombra!). Por otra parte, dudo mucho que las condiciones escenotécnicas de los teatros Torreón – poco habituadas a un alto trasiego de programas – se encuentren a la altura de tan alta demanda. Sin embargo, allí, en el desértico altiplano de México, de cara al Cerro de las Noas, en el salón de algún hotel, un auditorio que parece haber cambiado su juicio crítico por una dotación de cervezas y tacos al pastor jugó a que la inserción del Premio dentro de un ámbito tan irregular como el instaurado por el Encuentro Nacional de Danza estaba bien; y un jurado integrado por seis personas (usualmente se articulan jurados en números impares, para evitar la regularidad de coincidencias), realizó la dudosa proeza de encontrar bailarines a quienes premiar, pero no coreografías dignas de mérito.
                El primer premio nacional de danza se llevó a cabo en noviembre de 1980, producido por el Fondo Nacional para actividades sociales – FONAPAS – y el departamento de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma Metropolitana – UAM – (esta última, institución que ha permanecido apoyando el Premio, sin interrupción, hasta la fecha). Fue invento del poeta y académico Carlos Montemayor, quien en ese entonces ocupaba un cargo directivo en la UAM. Al entrevistarme con él, en septiembre de 2004, con motivo de la elaboración de un artículo que formaría parte de un número especial de Revista DCO, dedicado a analizar la historiografía del Premio, de cara a su XXV Aniversario, el maestro Montemayor declaró:

“Yo creo que los premios -y siempre lo digo cuando me ha tocado recibir alguno- sirven para que la propia sociedad se entere de que algo hay en ella que no siempre atiende. Los premios son como una llamada de atención para que recordemos que también somos capaces de cantar, de hacer música, de leer, de escribir, de ser felices, de ser grandes, de ser creadores, de ser eternos. Los premios sirven para que la sociedad despierte a las facultades que tiene”.

                 Casi once años han pasado desde esta reflexión. Montemayor ha muerto. Yo tuve que dejar mi país porque no tener futuro en él como crítico, investigador independiente y editor de la única revista de teoría de la danza en idioma español; y el Premio ha sucumbido a lo largo de una progresiva falta de cuidado, hasta convertirse en la antítesis de lo soñado por el autor de Mal de piedra: la indolencia, el amiguismo, la corrupción, la falta de autocrítica y la ausencia casi absoluta de procesos analíticos lo han transformado en un reflejo fiel de lo peor de la danza nacional. Lazo de luto.